miércoles, 11 de junio de 2008

LA OBSTINACIÓN O “NUESTRO PROPIO SENTIDO”

(BIGENSINN)

Herman Hesse

Hay una virtud que quiero mucho, una que quiero sobre todas las demás. Esta se llama obstinación. Todas las demás, sobre las que leemos en los libros y oímos hablar a los maestros, no me interesan tanto. En el fondo, se podría englobar todo ese sinfín de virtudes que ha inventado el hombre en una sola frase: virtud es obediencia. La cuestión es ¿a quién se obedece?

La obstinación también es obediencia, pero no obediencia a leyes dictadas por los hombres. La obstinación no pregunta por esas leyes. El obstinado obedece a otra ley, a una sola, absolutamente sagrada, a la ley que lleva en sí mismo, al “propio sentido”[1].

¡Lástima que la obstinación sea tan poco apreciada! ¿Acaso goza de estima? ¡OH, no! Incluso se la considera un vicio o, al menos, un lamentable desmán. Sólo se la designa por su hermoso nombre cuando molesta y suscita el odio. (Por cierto que las verdaderas virtudes siempre molestan y suscitan odio. Véase Sócrates, Jesús, Giordano Bruno y todos los demás obstinados). Y cuando existe cierta voluntad de admitir la obstinación como virtud, o al menos como un bello atributo, se mitiga en lo posible su áspero nombre. “Carácter” o “personalidad” no suenan tan despreciables y viciosos como “obstinación”. Tienen un tono más presentable, e incluso “originalidad” se acepta en último extremo, claro que sólo referida a tipos raros a los que se tolera, artistas y gente estrambótica. En el arte, donde la obstinación no puede infligir daños considerables al capital y a la sociedad, se la tolera, incluso como originalidad; en el artista es hasta deseable una pizca de obstinación: se paga bien. Pero, por lo demás, en el lenguaje cotidiano entendemos por “carácter” o “personalidad” algo extremadamente complejo, algo que existe y puede ser exhibido y decorado, pero en el momento decisivo se somete precavidamente a leyes extrañas. “Carácter” se le atribuye al hombre que posee algunas ideas y opiniones propias, pero que no vive según ellas. De vez en cuando deja translucir, aunque discretamente, que en efecto piensa de otro modo, que tiene opiniones. En esa forma sutil, el carácter se considera entre los mortales una virtud. Pero si un hombre tiene intuiciones propias y vive realmente de acuerdo con ellas, pierde el elogioso título de “carácter” y sólo se le considera “obstinación”. Pero analicemos literalmente la palabra ¿Qué quiere decir “obstinación”? Terquedad, tener un “propio sentido” ¿O no?

Todas las cosas del mundo tienen un “sentido propio”. Cada piedra, cada brizna de hierba, cada flor, cada arbusto y cada animal crece, vive, actúa y siente según su “propio sentido”, y en esto estriba el que el mundo sea bueno, variado y hermoso. Que haya flores y frutos, encinas y abedules, caballos y gallinas, estaño y hierro, oro y carbón, se debe única y exclusivamente a que todas las cosas del universo, hasta las más pequeñas, tienen su “propio sentido”, llevan dentro de su propia ley de modo absolutamente seguro e imperturbable.

Existen sobre la tierra solamente dos pobres seres malditos, a los que no está permitido seguir esa llamada eterna, y ser, crecer, vivir y morir como les ordena su propio sentido innato.

Sólo el hombre y el animal domesticado por él están condenados a no seguir la voz de la vida y del crecimiento y a someterse a unas leyes establecidas por el hombre y, de vez en cuando, inflingidas y modificadas también por él. Y lo más curioso es que aquellos pocos que han desdeñado esas leyes arbitrarias para seguir las suyas propias, las naturales, han sido siempre condenados y lapidados, aunque luego fuesen venerados, precisamente ellos, como héroes libertadores. La misma humanidad que ensalza y exige de los vivos, como suprema virtud, la obediencia a sus leyes arbitrarias, esa misma Humanidad acoge en su eterno panteón a los que desafiaron aquellas órdenes y prefirieron perder la vida a ser infieles a su “propio sentido”.

Lo “trágico”, esa palabra maravillosamente sublime, mística y sagrada, llena de estremecimientos de la mística juventud humana, que los reporteros profanan irresponsablemente a diario, lo “trágico” no es otra cosa que el destino del héroe, que sucumbe por seguir su propia estrella, en contra de las leyes tradicionales. Así y únicamente así se revela a la Humanidad una y otra vez su “propio sentido”. Porque el héroe trágico, el obstinado, enseña a los millones de seres mediocres y cobardes que la desobediencia a las normas del Hombre no es capricho brutal, sino lealtad a una ley mucho más allá, más sagrada. O digámoslo así: el instinto gregario del hombre exige de cada cual ante todo adaptación y subordinación, pero sus más altos honores no se los observa en absoluto a los sufridos, pusilánimes y dóciles, sino precisamente a los obstinados, a los héroes.

Así como los reporteros abusan del idioma cuando califican de “trágico” cualquier accidente de trabajo en una fábrica (término que para estos estúpidos es sinónimo de “lamentable”), la moda no es menos impropia cuando habla de la “muerte heroica” de los pobres soldados masacrados. Ese es uno de los términos favoritos de los sentimentales, sobre todo de los que se quedan en casa.

Los soldados que caen en la guerra merecen, sin duda, nuestra más profunda compasión. Generalmente, han hecho y sufrido lo indecible y a la postre han pagado con su vida. Pero no por eso son héroes, tampoco aquel que, siendo hace un momento soldado raso y maltratado por el oficial como perro, se convierte de repente gracias a la bala mortífera, en héroe. La idea de masas, de millones de “héroes” es en sí absurda.

El “héroe” no es ciudadano obediente, apacible y cumplidor. Heroico sólo puede ser el individuo que ha originado su propio sentido, su noble y natural obstinación, en su destino. Destino y espíritu son nombres de un mismo concepto. Pero el héroe es el único que tiene valor para asumir su destino.

Si la mayoría de los hombres tuviese ese valor y esa obstinación, el mundo sería otro. Nuestros maestros a sueldo (los mismos que nos ensalzan tanto a los héroes y obstinados de tiempos pretéritos) suelen decir que entonces todo iría bien; prueba de ello no la tienen ni la necesitan. En realidad, la vida entre hombres que siguieran su propia ley y su propio sentido florecería con más riqueza y altura. Quizás en ese mundo quedaría impune más de un insulto y más de una bofetada precipitada que hoy entretienen a honorables jueces del Estado. De vez en cuando habría también un homicidio, pero ¿acaso no lo hay hoy, a pesar de todas las leyes y castigos? Sin embargo, muchas de las cosas terribles, inconcebiblemente tristes y demenciales que vemos proliferar con espanto en medio de nuestro ordenado mundo serían entonces desconocidas e imposibles. Por ejemplo, las guerras entre las naciones.

Ya oigo decir a las autoridades: “Tu predicas la revolución”.

Otro error, posible sólo entre personas de rebaño. Yo predico la obstinación, no la subversión. ¿Cómo iba a desear la revolución? La revolución no es otra cosa que la guerra, es, igual que ella, “la continuación de la política con otros medios”. El hombre que ha encontrado el valor de ser él mismo y ha oído la voz de su propio destino no tiene ya el más mínimo interés en la política, ya sea monárquica o democrática, revolucionaria o conservadora. Le preocupan otras cosas. Su “sentido propio”, como el profundo, grandioso y divino sentido propio de cada brizna de hierba, está dirigido hacia su propio desarrollo y nada más. Egoísmo, si se quiere. ¡Mas este egoísmo es totalmente distinto del despreciable egoísmo del usurero o del ansioso de poder!

El hombre que posee el obstinado “sentido propio” no busca ni dinero ni poder. No los desdeña porque sea un dechado de virtud o un altruista resignado. ¡Todo lo contrario! El dinero y el poder por los que los hombres se torturan mutuamente y acaban por matarse a tiros tienen poco valor para quien se ha encontrado a sí mismo, para el obstinado. Este sólo valora una cosa: la misteriosa fuerza de su interior, que le ordena vivir y le ayuda a crecer. El dinero y similares no conservan, potencian ni ahondan esa fuerza. Pues dinero y poder son inventos de la desconfianza. El que desconfía de la fuerza vital en su interior, el que carece de ella tiene que compensarla con sucedáneos como el dinero. Para quien confía en sí mismo, para quien no desea otra cosa que vivir puro y libre de su destino y dejarlo vibrar en su interior, esos medios auxiliares, desmesurados y pagados siempre con exceso, se reducen a instrumentos subordinados, de uso y de posesión agradables, pero jamás decisivos.

¡OH, como amo esa virtud la obstinación! Cuando la hemos reconocido y hallado algo de ella en nosotros, todas las virtudes recomendadas resultan curiosamente dudosas.

El patrimonio es una de ellas. No tengo nada contra él. En lugar del individuo postula un complejo mayor. Pero, verdaderamente como virtud sólo es apreciado cuando empiezan los tiros, ese medio tan ingenuo y ridículamente ineficaz de “continuar la política”. Generalmente, se considera al soldado que mata al enemigo más patriota que el campesino que cultiva la tierra con esmero. Porque éste obtiene una ventaja. ¡Y nuestra extraña moral considera siempre dudosa una virtud que beneficia y aprovecha a su dueño!

Pero ¿por qué? Porque estamos acostumbrados a acumular ventajas a costas de otros. Porque, llenos de confianza, creemos tener que desear siempre lo que otro posee.

El cacique de una tribu salvaje cree que la fuerza vital de los enemigos muertos pasa a su persona. ¿No se basan en esa pobre creencia la guerra, la competencia, la desconfianza entre los seres humanos? ¡Sin duda seríamos más felices si equiparáramos el honrado campesino al soldado! Si abandonáramos la superstición de que toda la vida o alegría de vivir que gana una persona o un pueblo tiene que ser necesariamente arrebatada a otro.

Ahora oigo la voz del profesor: “Todo eso suena muy bien, pero por favor contemple el asunto objetivamente desde el punto de vista económico. ¡La producción mundial es.... !

A lo que yo contesto: “No gracias. El punto de vista económico no es un absoluto objetivo, es como un par de anteojos por los que se puede mirar con muy diversos resultados. Por ejemplo, antes de la guerra se demostraba desde el punto de vista económico que una guerra mundial era imposible o que, al menos, no podía durar mucho. Hoy podemos demostrar, también económicamente, lo contrario. Por favor, ¡permítanos pensar de una vez en realidades en lugar de esas fantasías!

De nada valen esos “puntos de vista” llámense como se quiera, aunque vengan respaldados por los profesores más gordos del mundo. Son falacias. Ni somos máquinas calculadoras ni ningún otro mecanismo. Somos hombres. Y para los hombres existe únicamente un punto de vista natural, una sola medida natural, la del obstinado. Para éste no importa el destino del Capitalismo, ni el destino del Socialismo, ni Inglaterra ni América ; para él no existe nada más que la ley silenciosa y tenaz que late en su pecho, que resulta tan penosa al hombre cómodo y tradicional, pero que significa destino y Dios para el obstinado.



[1] “Obstinación” en alemán “Bigensinn”, palabrea compuesta que literalmente significa “propio sentido”

1 comentarios:

A las 21 de febrero de 2010, 3:27 , Blogger Marc ha dicho...

No sabes como me ha alegrado y llenado leer tu artículo, como persona obstinada que soy siempre me guié por mi propio sentido, como si fuera una justícia divina que contengo en mi pecho y todos debieran rendirse ante ella, aunque me gustaría añadir que es una virtud que sólo los demás obstinados son capaces de ver y de valorar, durante los últimos 7 años he sufrido verdaderas injustícias, he sido despreciado por demasiada gente, maltratado física como psicológicamente, me arrebataron mi dignidad y mi intimidad, he sufrido verdaderas calumnias que hoy en día han hecho mella en mi ser, probablemente la firmeza de mis manos ya nunca vuelva a ser la misma y por eso quería recalcar que la obstinencia si no es compartida por todos puede llegar a ser una maldición para quien la padece, pero como es algo innato dentro de mí entenderás si digo que lo volvería a sufrir, ya que es mi esencia y una vez llegas a ella ya nunca más puedes escapar. Tienes razón en lo de la política, carece de importancia para mí, desde hace ya tantos años que no puedo recordar, y también sobre las guerras, se podría decir que la obstinencia y la guerra son antónimos, después de lo mucho que he sufrido y las muchas situaciones que la vida ha puesto en mi camino, nunca llegué a pegar ni a maltratar ni ha realizar ningún acto del que me pudiera arrepentir, utilicé el perdón como moneda de cambio y sólo algunos supieron ver. Realmente no sé si marco la diferencia, sólo sé seguiré por esta senda el resto de mi vida, pase lo que pase. Un gran artículo que creo que todo el mundo debería leer.

 

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